martes, 17 de noviembre de 2009

LA CONQUISTA DEL QUINTO "C". Héctor Martínez Guerrero

Giovanni Mosca. Recuerdo de escuela.
Buenos aires, CREA, 1981.


Tenía veinte años cuando, con la carta de nombramiento de maestro suplente en el bolsillo y la mano apretada con fuerza sobre él por miedo de perder esa ansiada carta, me presenté en la escuela indicada y pregunté por el Director.

El corazón me latía con fuerza.
-¿Quién eres?- me preguntó la secretaria-. A esta hora, el señor Director solamente recibe a los maestros.

-So.... soy precisamente el nuevo maestro....-dije, y le enseñé la carta.
Con un gemido, la secretaria entró en la oficina del Director. Este salió enseguida, y al verme se llevó las manos a la cabeza.

-Pero, ¿qué hacen en el Consejo de Educación? –gritó-. Me envían un jovenzuelo cuando necesito un hombre ceñudo, con los bigotes y la barba de tragafuegos, ¡capaz de poner en su lugar, de una vez por todas, a esos cuarenta diablos desatados! Un jovenzuelo....Cuando le vean, ¡se lo comen!

Luego, comprendiendo que aquel era todo menos el mejor modo de alentarme, bajó el tono de voz, me sonrió y, dándome una palmada en el hombro, dijo:

-¿Tiene veinte años? Lo creo, porque de otra manera, no lo habrían nombrado, pero aparenta dieciséis. Más que maestro, parece un alumno de quinto que haya repetido varias veces el grado. Lo cual, no se lo oculto, me preocupa mucho. ¿No será un error del Consejo? ¡Está escrito, realmente, Escuela “Dante Aligheri”?

-Aquí tiene. Dije mostrando la carta de nombramiento-, Escuela “Dante Aligheri”.

-¡Qué Dios nos ampare!-exclamó el Director-. Son chicos que nadie, hasta ahora, ha logrado domar. Cuarenta diablos organizados, armados; tienen un jefe que se llama Guerreschi. El último maestro, anciano y conocido por su autoridad, se fue ayer, llorando y ha solicitado el traslado...

Me miro a la cara, con desesperanza... -Si, por lo menos, tuviera bigotes....-murmuró.

Hice un gesto como para decir que era imposible, no me crecían.

Levantó la vista al cielo:
-Venga-dijo.

Recorrimos un largo corredor flanqueado por aulas: cuarto D, quinto A, quinto B...quinto C....
-Aquí es donde tiene que entrar-dijo el Director, mientras se detenía ante la puerta de quinto C, desde el cual sería poco decir que provenía un alboroto: se oían gritos, chirridos de balines de plomo sobre el pizarrón, disparos de pistolas de cien tiros, cantos, ruido de bancos removidos y arrastrados.

-Creo que están construyendo barricadas. Dijo el director.

Me apretó con fuerza un brazo y se fue para no ver, dejándome solo delante de la puerta de quinto C.

Si no hubiera suspirado durante un año por ese nombramiento, si no hubiera necesitado tanto ese sueldo, para mi y para mi familia, tal vez me habría ido, calladamente, y es probable que aún hoy el quinto C de la Escuela “Dante Aligheri” seguiría esperando a su domador. Pero mi padre, mi madre, mis hermanos, esperaban con impaciencia, tenedor y cuchillo en mano, que yo llenara sus platos vacíos. Así que abrí esa puerta y entré.

De pronto, silencio.

Aproveché para cerrar la puerta y subir al estrado. Sentados en los bancos, sorprendidos, quizá, por mi aspecto juvenil, sin saber aún con certeza si yo era un muchacho o un maestro, cuarenta y cinco chicos me miraban, amenazadores. Los árboles del jardín habían echado las primeras hojitas verdes y las ramas, movidas por el viento, acariciaba los vidrios de las ventanas.

Apreté los puños, me esforcé por no decir nada: una sola palabra hubiera roto el encanto y yo tenía que guardar, no precipitar los acontecimientos.

Los chicos me miraban y yo los miraba, a mi vez, como el domador mira a los leones, y de inmediato, comprendí que el jefe, ese Guerreschi del que me había hablado el director, era el muchacho de la primera fila -pequeñísimo, la cabeza rapada, dos dientes de menos, ojitos diminutos y feroces-, el que peloteaba una naranja de una mano a la otra y me miraba la frente.

Se veía muy bien que no abrigaba intenciones alimenticias respecto de esa sabroso fruta.
Había llegado el momento.
Guerreschi pegó un grito, apretó la naranja con la derecha, echó el brazo hacia atrás y arrojó la fruta. Yo desvié apenas la cabeza,. Y la naranja se aplastó detrás de mi espalda, contra la pared. Primer jaque: tal vez, era la primera vez que Guerreschi erraba un tiro con las naranjas y yo no me había asustado, no me había agachado; apenas si había desviado la cabeza, lo mínimo necesario.

Pero la cosa no había terminado.

Enfurecido, Guerreschi se irguió y me apuntó con su honda de elástico rojo, cargada de pelotitas de papel empapadas de saliva.

Era la señal: casi al mismo tiempo, los restantes treinta y nueve se pusieron de pie y me apuntaron, a su vez, con sus hondas de elástico común, no rojo, porque ese era el color del jefe.

Me sentí como un hermano Bandiera.

El silencio se había hecho más fuerte, intenso.

Las ramas seguían acariciando dulcemente los vidrios de las ventanas.
De pronto, se oyó un zumbido, aumentado por el silencio; un moscardón había entrado en la división, y esa fue mi salvación.

Vi que Guerreschi me seguía mirando con un ojo, pero con el otro buscaba al moscardón, y los demás hicieron otro tanto hasta que lo descubrieron. Comprendí la lucha que se entablaba en esos corazones: ¿el maestro o el insecto?

Tanto puede la visión de un moscardón sobre los muchachos de las escuelas primarias.

Yo conocía bien la fascinación que ejerce ese insecto: era recién recibido y tampoco lograba permanecer completamente insensible ante la vista de un moscardón.

De pronto, dije:-Guerreschi- el chico se sobresaltó, asombrado de que conociera su apellido-, ¿te sentirías capas de bajar ese moscardón de un hondazo?
-Es mi oficio. Contestó Guerreschi con una sonrisa.
Un murmullo se difundió entre los compañeros.

Las hondas, apuntadas contra mi, se bajaron y todas las miradas se volvieron hacia Guerreschi. Este salió del banco, apuntó al moscardón, lo siguió, la pelotita de papel hizo “¡toc!” contra una bombita, y el moscardón continuó zumbando tranquilamente, como un avión.

-¡A mi, la honda! – dije.

Mastiqué detenidamente un pedazo de papel, hice una pelota y, con la honda de Guerreschi, apunté, a mi vez, al moscardón.

Mi salvación, mi prestigio futuro, dependían por completo de ese tiro.

Guardé un buen rato antes de tirar:
“Recuerda me dije, cuando eras alumno y nadie te superaba en el arte de tirarle a los moscardones”.

Después, con mano firme, solté el elástico; el zumbido cesó de golpe y el moscardón cayó muerto a mis pies.

-La honda de Guerreschi- dije. Regresando de inmediato a mi escritorio y enseñando el elástico rojo. Estará aquí, en mis manos. Ahora, espero las demás.

Se levantó un murmullo, pero era más de admiración que de hostilidad. Uno por uno, cabizbajos, sin atreverse a sostener mi mirada, los chicos desfilaron ante el escritorio, sobre el que se amontonaron, en un instante cuarenta hondas.

No cometí la debilidad de demostrar que saboreaba el triunfo. Me mantuve sereno, como si nada hubiera ocurrido:

-Comencemos con los verbos- dije-. Guerreschi, al pizarrón.

Le alcance la tiza:

-Yo soy- comencé a dictar-. Tú eres, él es...
Y así, hasta el participio mientras los demás, en absoluto silencio, copiaban en los cuadernos, con buena letra, lo que Guerreschi, jefe vencido y debelado iba escribiendo sobre el pizarrón.

¿Y el director?

Temiendo, tal vez debido al insólito silencio, que yo hubiera sido hecho prisionero y amordazado por cuarenta demonios, entró en el aula en determinado momento y, por milagro, logró ahogar un grito de asombro.

Más tarde, cuando los chicos hubieron salido, me preguntó como había hecho, pero tuvo que conformarse con una respuesta vaga:

-Me gane su simpatía, señor Director.

No le podía decir que había matado a un moscardón con un tiro de honda; eso no entraba en los métodos escolares previstos por las teorías y los reglamentos. Ni el Lambruschini ni el Aporti ni el Lombardo-Radice sugiere en sus textos la matanza de moscardones por parte de los maestros.

El año escolar transcurrió tranquilo, como las aguas de un remanso, y Guerreschi, el ex jefe, convertido en mi adorador, fue promovido con excelentes calificaciones al colegio secundario.

Lo volví a ver el año pasado, cuando salía del cine, en medio de un grupo de compañeros.

-¡El señor maestro!- dijo y vino a mi encuentro.

Pero había cambiado, ya no me adoraba.
Ahora asistía al liceo y le faltaba solo pocos meses para los exámenes finales. Se había convertido en un muchacho, el doble de alto que yo, mientras que yo no era sino el pequeño maestro de un tiempo, el que le tiraba bien a los moscardones, si, pero nada más.

-¡Cómo está, señor maestro?
Los compañeros se habían quedado un poco atrás y me miraba, riéndose.

Los alumnos del liceo, llenos de esperanzas y de futuro, orgullosos de sus estudios clásicos, se ríen cuando ven a un maestro de escuela primaria, sin esperanzas, porque seguirá siendo siempre un maestro de escuela primaria.

-¡Cómo está, señor maestro?

Ahora era él quien preguntaba, me interrogaba y quien estuvo a punto, tal vez, de palmearme el hombro para quedar bien ante los compañeros.
-¿Siempre en la ”Dante Aligheri”? ¿siempre con los chicos? ¿todavía tiene quinto? ¿lo hacen enojar?

Estaba por decirle que había cambiado de profesión, que dirigía un diario del cual él, justamente (Lo tenía en las manos), era quizás un asiduo lector. De habérselo dicho, tal vez habría vuelto a adorarme. Pero me quedé callado, me gustaba gozar de esa superioridad suya y la de sus compañeros que se reían.

-Estoy siempre allí, después de ese quinto tuve muchos otros quintos, pero los chicos siempre terminaron por quererme.

Aunque muy joven, yo era el viejo maestro frente al antiguo alumno.

A los treinta años, sólo los maestros de escuela primaria pueden sentirse viejos, aunque sea por un instante.

-¿Siempre le tira con honda a los moscardones?
-Siempre- contesté-. La mano sigue siendo buena. Y –agregué, mirando alrededor y fingiendo buscar una honda en el bolsillo-., si hubiera un moscardón por aquí, casi casi...

-¡Señor maestro!-exclamó sonrojándose-. Aquí, ¿en medio de la calle?

Pobre Guerreschi: a los dieciocho años ya era un hombre y se avergonzaba de estas cosas...Yo en cambio, gracias a Dios, no...

A los treinta años, sólo los maestros de escuela primaria pueden sentirse niños, aunque sea por un instante.

-¡Le daría vergüenza?

Lo traté de usted, no de tú, a propósito, y eso en parte lo llenó de jactancia y en parte, lo desconcertó: me miró en los ojos y percibió una risita. Se sonrojó, me saludó y me quedé mirándolo alejarse con sus compañeros, quienes ya no se reían mientras caminaban, muy apurados, sin volver la mirada hacía atrás.

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